Oppenheimer – Reseña

El mito griego de Prometeo: Una épica biográfica

Hay personajes que han moldeado la historia de la humanidad, ya sea por sus aportes, descubrimientos y visiones que han impactado de diversas maneras a la sociedad. Sin embargo, todos han tenido que lidiar con las consecuencias, para bien o para mal, de los hallazgos realizados. Tal es el caso de J. Robert Oppenheimer, un físico teórico encargado del diseño de las primeras armas de destrucción masiva durante la Segunda Guerra Mundial a través del denominado Proyecto Manhattan, aquel que culminó con el infame bombardeo atómico sobre los pueblos de Hiroshima y Nagasaki, poniendo fin al conflicto. 

El director Christopher Nolan toma como base el libro ganador del premio Pulitzer Prometeo Americano: El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, de Kair Bird y Martin J. Sherwin, para darle vida a todo este proceso vivido por el científico, interpretado por Cillian Murphy, en una historia oscura dividida en tres actos que da cabida no sólo a la fragilidad y ego del protagonista que enfrenta un duro cuestionamiento interno después de ser pieza clave en el poder y la destrucción que causaron sus ideas sino incluso las implicaciones políticas que sus supuestas asociaciones con el Partido Comunista le traerían encima en plena persecución del gobierno estadounidense, encarando las jugarretas de aquellos que, detrás de las sombras, buscan obtener el poder a costa de todo, inclusive sobre aquel que les dio la llave para doblegar al mundo.

Por una parte, el tríptico de Nolan juega nuevamente con su narrativa, algo que ya es sello de la casa, llevándonos del tiempo presente al pasado a través de flashbacks y testimonios donde la estética del color juega un papel fundamental. Si bien Oppenheimer es el objeto de estudio principal, es su relación con Lewis Strauss (Robert Downey Jr.) la que se lleva la otra gran parte de la historia. De entrada, la narrativa nos lleva a los inicios del denominado “padre de la bomba atómica” y sus encuentros con diversos colegas, mostrando la cara de un genio cuya visión y compromiso hacia sus creencias y causas sería objeto de escrutinio hasta llevarlo al camino del Proyecto Manhattan y la creación del puesto secreto en Los Álamos.   

Es en esa primera parte donde el drama se desbalancea un poco en el guion siendo uno de los detalles más grandes el mal uso del amorío de Oppenheimer con Jean Tatlock (Florence Pugh) y el desarrollo flojo de su esposa Kitty (Emily Blunt), que aparecen como meros adornos sin realmente profundizar en la importancia o impacto que ambas tuvieron hasta tiempo después de usarlas de formas innecesarias. Pero es cuando la oportunidad del Proyecto Manhattan acude a su puerta que Nolan entra en un ritmo frenético al que le sabe sacar lo mejor sin necesidad de aleccionarnos. 

Aunque el Proyecto Manhattan comenzó en 1938 al momento del gran hallazgo de la fisión nuclear, sumado a la amenaza de que Alemania podría intentar construir una bomba atómica. En respuesta, el presidente Franklin D. Roosevelt formó un plan donde conjuntaba tanto a expertos militares como científicos para lograr la creación de una bomba nuclear durante los inicios de la Segunda Guerra Mundial, el rol de Oppenheimer fue tomar las riendas del ambicioso designio en los 40, además de ir en contra del tiempo para lograr el éxito de la misión antes que los alemanes, haciendo pruebas en el desierto de Nuevo México que culminaron el 16 de julio de 1945 con el éxito de la prueba Trinity, un mes antes del lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

Tráiler oficial de Oppenheimer / Universal Pictures México

Gracias a una gran edición por parte de Jennifer Lame, las tres horas se convierten un verdadero viaje hacia algo más que el inicio de la era atómica y lo que esto implica a nuestro mundo, sino una manera de ver los fantasmas de un hombre que se convirtió en la cara de la ciencia hasta detonar esa reacción que puede acabar con el mundo. Otro de los aspectos que destaca en la narrativa de Nolan es un excelente diseño sonoro que transmite sensaciones de horror, tensión y humanidad a la par, esto sumado a la gran partitura de Ludwig Göransson, que demuestra con creces haber tomado el relevo que dejó Hans Zimmer al lado del realizador británico para ofrecer uno de los más complejos de su carrera, ofreciendo el complemento perfecto para una cinta que se aleja de la espectacularidad y se centra en el factor humano detrás de la ciencia, la política y el poder.

Regresando a la estética del filme y sus líneas narrativas, llama la atención la labor de Hoyte Van Hoytema en su cuarta colaboración con Nolan. Entre ambos, crean un blanco y negro que se enfoca en la línea temporal presente pero cuyo principal centro de atención es el político Strauss. Más allá de ser un juego para las representaciones temporales, pareciera usarse como la contrastante mirada política que no conoce los colores, sino un bien y mal delineado a sus respectivas conveniencias en las que no hay medias tintas, especialmente en el tercer acto. Y eso es sólo el principio, pues la recreación del mundo opaco de Los Álamos hasta la atemorizante detonación en el albor de una mañana, entre otros aspectos, crea la mirada perfecta para el infierno interno y externo que vive Oppenheimer.

Asimismo, el ensamble actoral es brillante y la lista de cameos que rodean esta radiografía de los albores de la era nuclear y la devastación creada en Oppenheimer es de aplaudirse. Vemos desfilar a Casey Affleck, Kenneth Brannagh, Jack Quaid, Rami Malek, Dane DeHaan, David Dastmalchian, entre muchos otros histriones que sirven como galantes secundarios o incidentales, siendo uno de los más importantes Matt Damon que encarna a Leslie Groves, militar interpretado por otros grandes nombres como Paul Newman (Fat Man and Little Boy, 1989), Brian Dennehy (Day One, 1989) o Richard Masur (Hiroshima, 1995) que aquí se convierten en cierto cómplice de Oppenheimer hasta el resultado final.

Pero son dos histriones los que se llevan el relato. Primero, el irlandés Murphy que entrega en su científico un personaje bastante complejo: Un tipo ególatra algo conflictuado que hace valer el lema del genio y figura hasta la sepultura. Ver la evolución que tiene durante estas tres horas donde bien pasa desde que tenía 20 años hasta un breve vistazo a sus últimos años es impresionante. La mirada, las posturas y todo en él reflejan no sólo la brillantez y pragmatismo de un científico obsesionado por llegar a su meta sin medir las consecuencias, sino también la de un tipo mujeriego, galante y con una labia envidiable cuyo sentido de la consciencia crece al enfrentar sus demonios y los que creó con su invención.

Por otra parte, existe una especie de villano inherente en Lewis Strauss, recordándole a todos que Robert Downey Jr. no sólo es Iron Man. Aquí, el alto rango de la Comisión de Energía Atómica (ACE en sus siglas en inglés) adquiere una dimensión interesante como el némesis de un científico que reconoce que el mundo no está preparado para ese poder que les dio en sus manos a políticos ambiciosos cuyo sentido de la humanidad es nulo. Strauss representa el peligro y las sombras, ese claroscuro donde hay poder o nada sin importar la amenaza de una carrera armamentística inminente que llevaría al borde de la crisis al mundo. Es él y su parco talante la representación de un eje maligno que busca explotar el poder de los dioses a toda costa sin pensar en las consecuencias.

Conclusión

Así, Nolan crea una épica biográfica por demás interesante donde utiliza de buena forma el mito griego de Prometeo para crear una deconstrucción del hombre, la leyenda y el científico J. Robert Oppenheimer, un humano que quiso robarle el poder a los dioses a través de la belleza de los átomos sin saber que el fuego quema y trae siempre una pena que va más allá del éxito de la ciencia pues las deidades (o en este caso, los políticos y los militares poderosos) no perdonan. Además, ofrece una interesante reflexión inevitable para estos tiempos: a veces, las creaciones más benéficas en manos de la humanidad pueden crear los infiernos más dolorosos o las amenazas más cruentas, mismas que, a casi ocho décadas de Hiroshima, siguen más latentes que el sentido de bien o de paz. 

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