La metáfora del vampirismo es llevada más allá. Un relato apropiado de orgullo afroamericano y de la comunidad negra estadounidense
El poder de la música resulta bastante interesante. Y es que cada vibración, cada solo de guitarra, cada movimiento rítmico, conlleva cierta armonía qué hace vibrar a todos. Curiosamente, se tiene la creencia de que el blues, por ejemplo, es capaz de conectar con las almas de todo ser. Esa creencia es llevada a otro nivel por el cineasta Ryan Coogler, que toma como base ese ritmo e idea para crear una cinta de terror qué va más allá de eso en Pecadores.
La historia se centra en dos hermanos, Smoke y Stack (Michael B. Jordan en doble papel), que se fugaron de su lugar de origen, Clarksdale, Mississippi, para irse a Chicago por mejores oportunidades. Ambos ex soldados e involucrados en la época de la Prohibición con la mafia de Capone y compañía, deciden regresar para montar su propio negocio: un bar para gente afroamericana que una y libere a todos con el poder de la música y la bebida.
Ellos no están solos en la misión, pues reclutan a su primo, Sammy (el sorpresivo Miles Caton), hijo de un reverendo de la zona que tiene la gran dote de poder tocar la guitarra cual Robert Johnson. Los tres comienzan a mover las piezas para que todo suceda. Sin embargo, una sombra maligna se cierne poco a poco sobre ellos al llegar la noche con la llegada de Remmick (Jack O’Connell) que demostrará cómo la línea entre el bien y el mal puede ser cruzada con el poder de la música.
Coogler, inspirado en el blues de la vieja escuela que su tío escuchaba, crea un universo propio bastante destacado donde le da importancia a este género que es la base para muchos otros existentes y la combina de manera interesante con una parte de la historia afroamericana a principios de los años 30, donde los sembradíos de algodón y el Ku Klux Klan seguían permeando en este sur profundo de los Estados Unidos.
Por si fuera poco, el cineasta detrás de Fruitvale Station y Creed, le pone un elemento de terror que termina por ser un factor de locura, casi al estilo de aquella demencial cinta de culto de Tarantino y Rodriguez, Del crepúsculo al amanecer, con un vampirismo que sigue algunas de las reglas básicas del mismo, pero con un giro especial: ellos no son realmente los villanos, sino una representación de los pueblos oprimidos por los blancos supremacistas.
La complejidad del guion de Coogler recae en los variados mensajes y simbolismos que recrea alrededor de toda esta estampa sureña. Ver a los indios Choctaw, a un vampiro irlandés con todo y cánticos de su tierra así como el blues y la fuerza de la guitarra clásica del blues de Sammy y sus letras, crea todo un culto a la fuerza de la representación de las minorías, pasando por la importancia de la música como elemento de unión y una muestra de toda esa cultura afroamericana que lo único que buscaba era tener un momento de libertad.
La fotografía de la cinta refuerza mucho el relato. Es impresionante ver algunas de las transiciones del formato amplio a IMAX, especialmente en la escena climática del filme. Además, Autumn Durald Arkapaw (The Last Showgirl, Pantera negra: Wakanda por siempre) encargada de este apartado, es capaz no sólo de jugar con los colores azul y rojo para marcar bien y mal, sino que captura la esencia de este paraje sureño del delta de Mississippi acompañando el interior del bar con un color amarillo qué le da vida a todo este filme.
Otro punto fuerte del filme es su banda sonora. La mezcla adecuada de blues del delta con aquellas de folclor irlandés son un excelente complemento para la noche vampírica de Coogler. Pero es el trabajo de Ludwig Göransson (The Mandalorian, Oppenheimer), asiduo colaborador del cineasta desde su ópera prima, que le da un toque especial que sobresale sobre sus últimas partituras. Aunque sigue siendo estridente, también sabe utilizar el factor del blues para darle una identidad especial a su composición.
También se aplaude la aportación de Miles Caton, músico que debuta en la actuación con un buen papel pero que destaca en la parte donde toca y canta con guitarra en mano, dándole una autenticidad a su rol, que se complementa con la labor de otros actores secundarios a su alrededor, señalando al siempre efectivo Delroy Lindo como Delta Slim o la misma Hailee Steinfeld, que con su Mary crea un personaje que no le habíamos visto anteriormente en su carrera, que aunque puede ser un tanto plano, si es una pieza importante de la sinfonía vampírica que vemos.
Pero es Michael B. Jordan quien asume el reto del doble papel entre Smoke y Stack. Aunque este año hemos visto suceder esto tres veces con Theo James en la comedia de horror El mono, Robert DeNiro y su caricaturesca pero llamativa dualidad en Alto Knight y Robert Pattinson en la muy destacada Mickey 17, Jordan es quien sale mejor librado de ellos, logrando mostrar las dos caras de un mismo lazo de sangre. Aunque al inicio parece que no hay distinción entre ellos, conforme los arcos avanzan se ve la marcada división de ideas y actitudes entre los dos, siendo un motor para todo el relato de los Pecadores.
Conclusión
Aunque al inicio el ritmo puede costar un poco de trabajo, Pecadores se convierte en un blockbuster original como los que no se hacen ya tan frecuentemente donde la metáfora del vampirismo es llevada más allá mientras Coogler hace un relato apropiado de orgullo afroamericano y de la comunidad negra estadounidense que regala un final alejado de simbolismos, siendo claro y tajante en un acto que, seguramente, a los blancos supremacistas no les será nada agradable. Más allá de esos detalles, Pecadores clava sus dientes de forma ingeniosa en una historia original que amenaza con continuar, como los ritmos del delta blues, recordándonos que el mal, como la música, no muere, solo se transforma con el tiempo. Y que aún entre los monstruos que residen por la noche, hay más en común que entre las inhumanas criaturas del día que buscan dominar con sus aranceles y la eterna división aplastante de clases, color o raza.